martes, 5 de enero de 2016

Besos añejados en roble


La importancia del timing y la maceración del amor en la era de la inmediatez.

Éramos amigos. Amigos de los buenos, de esos con quienes el tiempo no parece importar porque los cambios suceden en sintonía. Nos veíamos cada tanto, nos poníamos al día y luego quizás nos perdíamos un tiempo, sólo para que al reencontrarnos hubiera más cosas para contar.

Él era enólogo, pero ante todo, una persona inquieta. Compartíamos gustos, como hacer teatro o escribir. Tenía mi risa fácil, don de chistes tontos que encubrían su agudeza mental. Recuerdo que cuando nos dejamos de ver, hace unos cuatro años, él empezaba con “el Mendolotudo”, una parodia de diario online localista que le daba espacio para expresar su creatividad dialéctica.

Por qué exactamente dejamos de vernos era borroso para mí. Sabía que tenía que ver con que, después de mucho alarde amistoso, un día me confesó que estaba enamorado de mí incluso antes de hablarme. Si bien me molesté un poco por su falta de sinceridad, más nos apartamos porque yo empezaba a salir con quién luego sería el padre de mi hija. En esa época, tenía más novios que zapatos.

Después de años de seguirnos silenciosamente en facebook, lo contacté porque había empezado a escribir más asiduamente y quería ser parte del ya consolidado Mendolotudo. La mecánica servía muy bien a mis textos: el pseudónimo con que todos escribían me daba la libertad de relatar mis pornográficas desventuras amorosas sin exposición alguna. Él haría de mediador y editor.


Admitiré que me divertía de sobremanera el hecho de mandarle mis narraciones acompañadas de imágenes que no escatimaban en piel y lujuria. Su cabeza había de ser un hervidero de ratones. En el ir y venir del material, empezamos a intercambiar un poco, con la excusa de saber qué había sido de la vida del otro durante estos cuatro años.

Lo cierto es que besarlo siempre me quedó en la lista de pendientes. No podía entender, a la distancia, cómo alguien a quien quería y –sobre todo- con tamaña habilidad de hacerme reír, se había quedado sin probarme. Sospecho que nuestra diferencia de estatura minaba su seguridad a la hora de avanzarme. Si hubiera sabido cuantos hombres muy por debajo de sus estándares besé... y lamentablemente, no me refiero a estatura.

“Mala gestión de las oportunidades”, pensé. Pero a veces, simplemente, no es el momento.

Pasaron algunas semanas de chat hasta que propuso juntarnos personalmente. Hicimos un programa distendido, fuimos a escuchar un recital filarmónico a un parque. Yo ya había decidido que no reanudaría una falsa amistad, así que accedí sutilmente al galanteo cuando ofreció pasarme a buscar.

Fuera de la incomodidad que me generaba que supiera con detalle mi vida sexual del último tiempo, todo era igual que siempre entre los dos. Otra vez nos poníamos al día como si de ayer se tratase. Pero la realidad es que ambos habíamos hecho caminos intensos y estábamos más maduros en muchos aspectos. Él se había enfocado mucho en su trabajo, que quizás debería poner en plural pero por su modo de encararlo –todo junto y todo el día- parecía que era una sola actividad. Por mi parte, mi cambio más notable era sin dudas la maternidad, con la compasión y ternura que eso me sumó. Y quizás también, aunque dudo que él lo notara, la humildad que había cultivado del modo difícil.

Él había preparado una tabla de quesos y vino, en un encantador gesto de coqueteo enológico. Pero cuando le agradecí se excusó: “me encanta la comida”. Si bien hablábamos relajados había una pared muy sólida que impedía cualquier tipo de acercamiento físico. Hice de señorita y no desesperé. El fin de semana siguiente había una fiesta y seguro sería un ámbito más auspicioso.

Conté los días hasta ese viernes, viernes 13, para una fiesta que ensalzaba la temática de la mala suerte. Me vestí dando un mensaje claro de disponibilidad. Incluso sutilmente le pregunté si ir de tacos o no: hasta eso para simplificarle las cosas. Pero, como todo lo inalcanzable, a él le gustaba yo de 1.85m y eligió tacos. Petiso porfiado.

Estaban todos los miembros del staff del Mendolotudo. Me sugirió que no dijera que también escribía ahí, para resguardarme de varones ebrios que quisieran hacer presa de mí: mis historias ninfómanas sumadas al short y las piernas eternas iban a ser un incentivo muy difícil de apaciguar. Me presentó como una amiga, pero si me preguntaban a mí, decía sin dudarlo que estaba con él.

Yo ya había decidido -por política de estado- que no volvería a avivar hombres en materia de besos. Las cosas funcionan mucho mejor cuando ellos toman la iniciativa. Sin embargo, hice todo lo que estaba a mi alcance y él aún me trataba de amiga. Me resigné. Estaban todos sus conocidos en la fiesta, quizás tampoco era el momento.

Pero se quedó conmigo. Vuelteámos por el boliche mirando las instalaciones, y la decoración, y blah, y jugando juegos, y bebiendo cerveza y más blah, sin siquiera tomarnos la mano. ¿Por qué era tan difícil? Nos salvó la única carta funciona en esos casos: bailar.

He de decir que no fue un cortejo vistoso, mucho menos elegante. La dinámica del movimiento desplazado, las manos tomadas y nuestra diferencia de estatura exacerbada por mis tacos eran una combinación desafortunada de factores. Por suerte la agonía no se extendió y luego de un par de canciones, nos besamos.

Y ahí todo empezó de nuevo.

Porque a veces los primeros besos son los peores, la saliva no tiene un sabor afín, no hay coordinación o química. Pero este no era el caso. Todo el boliche se apagó para dar espacio a un sinfín de sensaciones adentro del cuerpo. ¡Lo habíamos deseado tanto tiempo!

Se generó entre los dos un campo magnético y ya nos fue imposible soltar el abrazo. Desde el punto de la unión física de las bocas todo el flujo de sentimientos se agolpaba por salir. Eran besos contundentes, llenos de sentido y profundamente anhelados. Había amor de sobra entre los dos para avalarlos. Me preguntó si debía volver a casa, pero en ese momento él era mi casa.

Llevamos a un amigo suyo de vuelta, en un viaje eterno donde ya el sol nos saludaba. Luego fuimos a su departamento. Todo estaba como lo recordaba. Incluso aún colgaba en la pared un móvil que yo le había hecho cuando amigos. Bonita artesanía que se quedó a esperarme.


Hicimos el amor entre nuestras hormonas saturadas y el cansancio que traíamos. No quiso usar preservativo y, en un acto de confianza ciega, no lo exigí. Casi como si ser amigos nos eximiera de todos los riesgos biológicos de la situación. Dormimos por lapsos intermitentes, alternados entre sudor, amor y un perro que nos festejaba.


La energía del día siguiente nos la proveyó la dicha y no el sueño. Estábamos enamorados, extasiados, felices de habernos reencontrado bajo estas condiciones, listos para poder amarnos.

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